Siguiendo la rueda de la vida y de la
historia, y año tras año, después de días invernales de frio, lluvia, nieve o
pedrisco, con los primeros albores de la primavera se inician los siete días
que preceden a la Pascua, al paso triunfante del Cristo, al paso de las
tinieblas a la luz, al paso del abismo a la cúspide, al paso de la muerte a la
vida, al paso de los días de Semana de Pasión.
El fervor de los fieles cofrades se
mezcla con el olor del azahar, del romero, del incienso, de la cera caliente de
los cirios que en pocos días llenarán las calles típicas, estrechas, sinuosas o
empinadas de ciudades y pueblos alumbrando con tibia flama el discurrir de los
cofrades, los nazarenos, los penitentes, los devotos, los curiosos, los pasos, los tronos, las
imágenes engalanadas que transitan en estas fechas a hombros de costaleros. Costaleros,
que ajenos al peso que soportan sobre sus espaldas, muestran, orgullosos ante
su pueblo a su venerada imagen. Costaleros a quienes les late acelerado el
corazón al oír los toques del “llamador” y con el son de tambores y cornetas. Costalero
que con las trabajaderas a hombros se transforman por un tiempo en peregrinos, un
peregrino que busca la senda del Evangelio, un peregrino que sigue el camino
del Crucificado, un peregrino que camina con paso corto, racheado y tembloroso,
el corazón contrito y lágrimas ensordecidas por los acordes de tambores y
cornetas que se silencian para oír el lamento de una saeta, una oración hecha
canto, que da sonido a un largo camino de pasión y dolor.
La
Semana de Pasión retorna al pórtico del panorama informativo, vuelve a revivir
la historia y se irá haciendo historia. Historia viva de un pueblo que sigue
pidiendo una oportunidad, una ocasión,
una escalera para subir a la cruz y quitarle los clavos, la enagüillas, la corona de
espinas, la sangre seca, el sufrimiento, el dolor, el pesar, la angustia, la
pena, la amargura a quienes sufren por las vilezas y villanías de otros.
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