viernes, 16 de enero de 2009

EL PUEBLO DE MI INFANCIA Y ADOLESCENCIA

En homenaje a Salomó, el pueblo donde transcurrió parte de mi infancia y mi adolescencia.
Inscrito entre montañas, cual si de regular figura geométrica se tratara, mi pueblo se haya asentado en un valle al que se accede por sinuosa y estrecha carretera de gris asfalto.
Las lomas y cerros, que lo cobijan y protegen, son las atalayas que permiten cotejar, por poniente, los campos de vides y almendros y, por oriente, el azul y amplio mar Mediterráneo.
En la carretera de entrada al pueblo, convertida en paseo, frondosos plataneros, verdes en primavera y casi ocres en otoño, son los centinelas perennes y silenciosos de todos sus transeúntes.
Pararse a contemplar sus callejas, formadas por casas labriegas de fachadas encaladas que brillan a la luz del sol y de la luna, es un placer para el viajero, que graba en sus pupilas miles de fugaces imágenes que la cámara fotográfica no puede llegar a captar con total fidelidad.
Sus calles tienen penetrante olor a primavera, que irradian los jazmines, geranios, albahaca o damas de noche que desde las ventanas, engalanan las fachadas en cualquier época del año.
En la plaza mayor del pueblo está ubicada la iglesia. A esta plaza confluyen la mayoría de calles convirtiéndola en lugar de transito y encuentro cotidiano de los lugareños que miran de reojo y con cierta curiosidad a los visitantes.
Los campos de cultivo son generalmente de vid y olivos y sólo cerca de los pozos hay pequeñas parcelas de huerto. A ellos se accede por reconditos y escabrosos caminos de riscos y arcilla que se pierden tras las montañas que abrazan el pueblo.
Una visita al lugar, a principios de septiembre, permite gozar del ajetreo y bullicio que conlleva la vendimia. El olor de primavera en sus calles se mezcla con el penetrante olor del mosto, el azufre y la incipiente fermentación. Los lagares, toneles y barricas ya limpios, están dispuestos para transformar el fruto de la vid y del trabajo del hombre en dorados vinos.
Visitante, en las frías tardes de invierno mientras te alejas del pueblo, echa tu vista atrás para contemplar a vista de pájaro el serpentear del humo que desde las chimeneas de las casas huye hacia el plomizo cielo del atardecer, llevándose hasta el infinito el calor de los hogares y las miles de historias de cada una de las casas al igual que tú te llevas guardado el recuerdo de una visita a un pueblo que duerme arropado entre montañas a la espera del nuevo amanecer.

RETRATO
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

(Antonio Machado, 1906)

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