Cuando hoy, 27 de julio, me ha sonado el
aviso de que era el cumpleaños de mi amigo Juan, lo he detenido sin necesidad
de mirarlo porque su recuerdo, su ausencia están muy presentes en mí, hoy ya no
puedo felicitarlo, pero sigo recordándolo.
A la vez, he constatado la coincidencia de la
fecha de su cumpleaños y el fallecimiento de mi madre en aquel caluroso día
estival. La vida y la muerte, ambas caminan de la mano y vivimos ajeno a ello
pero no ajeno al recuerdo de personas tan queridas y que están ya ausentes.
Aquel día, como los otros que viví en el
hospital, contemplé desde la ventana el mar que se dejaba ver a lo lejos pero
que me permitía ver las olas que se iban llevándose una a una la esperanza de
ver abrirse aquellos ojos que tanto me habían mirado. Con la esperanza de que aquellos
ojos, aquel cuerpo casi inerte, volviera a la vida.
El recuerdo de la persona que más me ha
querido en la vida es constante y lejos de entristecerme me reconforta y me
lleva a pensar en tantos momentos vividos, en tantas cosas compartidas. Pienso
en aquellos besos apresurados en la frente, para despertarme, que inauguraban
sin remedio la mañana y ella con su ir y venir por la casa le arañaba al tiempo
los minutos para prepararnos lo mejor posible el inicio del día y dándonos mil
instrucciones antes de irse a trabajar.
Me
resulta inolvidable su enseñanza de los versos de Espronceda (A mi madre) que apuntan:
Mis caricias
pagaste con exceso,
como pagan
las flores al abril;
mil besos,
¡ay!, me dabas por un beso,
por un
abrazo tú me dabas mil.
y así recuerdo
esos versos y sus besos, cuando ya en anciana edad, me despedía de ella tras
unas horas de visita, por cada uno de mis besos ella me daba mil mientras me
repetía: “Cuando llegues llámame”.
Si, mama, te
llamé y te sigo llamando ahora aunque ya ninguna voz responde.
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